Cuando hablamos de educación, solemos concentrarnos en el aspecto de la transmisión de información, contenidos, o, más recientemente, el desarrollo de ciertas competencias consideradas necesarias para la inserción de los alumnos en la vida social, en particular, al mercado de trabajo. El tema de las emociones y la corporalidad no suelen tener el protagonismo en esta discusión. En ese sentido, nos preguntamos cuál es el lugar de estos en la educación.
La misma pregunta es señal de un antiguo presupuesto: la concepción dualista de los seres humanos como conformados por dos aspectos en conflicto, de cierta forma, incompatibles entre sí: el racional (mente) e irracional (cuerpo), donde estarían ubicadas las emociones y el amor, junto a los instintos, sentimientos, etc. (Scheler 2001: 356). El segundo aspecto, suele ser desestimado como poco significativo o subordinado frente al primero, el racional, que ha de controlarlo (Steinbock 2020). Si partiésemos de una concepción integral del ser humano, donde lo emocional-corporal y lo racional están indisolublemente vinculados e, incluso, uno es condición del otro -y, por lo tanto, también de nuestras formas de vida, nuestra convivencia- (Maturana 2001: 8, 13), la pregunta que hacemos no tendría mayor vigencia: la educación tendría que incluir ambos aspectos, no podría, como hace hoy en día, en la mayoría de casos, concentrarse en uno e ignorar el otro. Exploraré este tema en dos artículos, en los cuales sostendré que es imposible pensar la educación sin pensar y problematizar las emociones y el aspecto corporal. En este primer artículo, me enfocaré en el tema de las emociones.
Tal vez algunas de las expresiones comunes que resumen nuestros prejuicios respecto a las emociones son aquellas que alegan que son algo menor, “solo (mis/tus) emociones” o aquellas que nos advierten no deberíamos confiar o dejarnos llevar por ellas, como si las emociones fueran algo sin importancia, puramente interior, sin valor objetivo, meramente individual… Es decir, como si no tuvieran una relevancia real, una dimensión espiritual e intersubjetiva.
Frente a esto, Maturana sostiene que las emociones, y no la razón, son lo que guía nuestra vida, y, por lo tanto, la educación tiene que producir “el conocimiento y comprensión de que las emociones son la base de todo lo que hacemos, incluyendo nuestra racionalidad” (Maturana 1999: 64). De forma similar, Fromm defiende que el ser humano es tanto racional como emocional, y destaca la emoción del amor, junto a la autoconciencia (la capacidad de reflexión sobre sí mismo) como aquello que nos caracteriza a los humanos (Fromm 2007: 44).
Es también importante distinguir el papel de lo emocional en la ética y la política. El amor es aquella emoción que posibilita nuestra convivencia: “El amor es la emoción que constituye el dominio de acciones en que nuestras interacciones recurrentes con otro hacen al otro un legítimo otro en la convivencia. Las interacciones recurrentes en el amor amplían y estabilizan la convivencia” (Maturana 2001: 13). Por su lado, Fromm define el amor como “una tendencia activa y una conexión íntima cuyo fin reside en la felicidad, la expansión y la libertad de su objeto” (Fromm 2005: 146). Así, esta emoción permite la conciliación entre la libertad y la socialidad.
Desde la fenomenología, autores como Scheler y Steinbock destacan el amor como aquel acto que nos permite percibir a la persona en todo su potencial y unicidad, percibir los valores superiores que puede encarnar o desarrollar, más allá de lo las apariencias o los prejuicios revelan (Scheler 2001: 365, 638; Steinbock 2014: 223–231). Así, el amor es un movimiento de apertura, de descubrimiento del otro (y nosotros mismos), el cual implica una disposición para desarrollar y conservar tales valores (Marin 2021). En este sentido, reconocer el papel de las emociones como condición de nuestra vida es clave para entender nuestras formas de actuar, nuestras motivaciones y nuestra capacidad de transformar aquello que consideramos debe cambiar, tanto a nivel individual como colectivo.
Debido a todo lo mencionado, creemos que es vital que la educación asuma una concepción integral del ser humano, de forma que no excluya ni descuide, ni mucho menos satanice el aspecto emocional. Por el contrario, se debe reconocer y problematizar la compleja articulación entre este aspecto y el racional, de forma que podamos tener un mejor entendimiento de nosotros mismos y nuestras relaciones con los otros, y el mundo. Asimismo, creemos que la actitud de las personas involucradas en el ambiente educativo (maestros, alumnos) ha de ser una amorosa, en el sentido de ser una apertura hacia los valores positivos del otro y de uno mismo, que no solo busque contemplarlos, sino realizarlos y preservarlos. De esa forma, no solo nos proyectamos al desarrollo de ciudadanos funcionales, sino cuidamos nuestros vínculos y convivencia desde el aquí y ahora, y sembramos la semilla de una (auto)reflexión que nunca ha de cerrarse, sino que nos debe acompañar toda la vida.
Referencias
Fromm, Erich. 2005. El miedo a la libertad. Buenos Aires: Paidós.
Fromm, Erich. 2007. La vida auténtica. Barcelona: Paidós.
Marín, Esteban. 2021. “Acerca de la socialidad y emotividad. Consideraciones fenomenológicas sobre el amor, esperanza y la confianza ”. Rizo-Patrón, Rosemary y Mariana Chu (eds.). Métodos y problemas: perspectivas e investigaciones fenomenológicas actuales. Lima: Fondo Editorial de la PUCP. En edición.
Maturana, Humberto. 1999. Transformación en la convivencia. Santiago: Dolmen.
Maturana, Humberto. 2001. Emociones y lenguaje en educación y política. Santiago: Dolmen.
Steinbock, Anthony. 2014. Moral Emotions, Illinois: Northwestern University Press.
Scheler, Max. 2001. Ética. Madrid: Caparrós
Steinbock, Anthony. 2020. Entrevista. El Talón de Aquiles. En edición.