Filosofía (Entre Paréntesis), Reflexiones

¿Qué toca enseñar?

Una de las preguntas que circunscribe la reflexión educativa es qué enseñar. A partir de esa pregunta aparecen el cómo y el cuándo, pero la respuesta siempre gira en torno a materias o temas: siempre se busca enseñar algo. Aprender algo suele ser la meta de esa enseñanza: que se aprenda matemática, los presidentes, las fechas, los colores. No podemos negar la importancia de aprender cosas, esos algos fundamentales, pero, tal vez, hay otras cosas que se puedan aprender.


En el parágrago 1 de Investigaciones filosóficas, Wittgenstein abre su libro con la concepción de San Agustín de cómo un niño aprendía el nombre de los objetos, como se aprendía el lenguaje.

“Cuando ellos (los mayores) nombraban alguna cosa y consecuentemente con esa apelación se movían hacia algo, lo veía y comprendía que con los sonidos que pronunciaban llamaban ellos a aquella cosa cuando pretendían señalarla. […] Así, oyendo repetidamente las palabras colocadas en sus lugares apropiados en diferentes oraciones, colegía paulatinamente de qué cosas eran signos y, una vez adiestrada la lengua en esos signos, expresaba ya con ellos mis deseos”.

De esta descripción, Wittgenstein obtiene la “esencia del lenguaje humano” para San Agustín. “Las palabras del lenguaje nombran objetos […] En esta figura del lenguaje encontramos las raíces de la idea: cada palabra tiene un significado. Este significado está coordinado con la palabra. Es el objeto por el que está la palabra” El aprendizaje que describe Wittgenstein es un aprendizaje lineal, funcional, en donde relacionamos palabra con objeto, aprendizaje con saber. Es el aprendizaje de las cosas, de los objetos, pero en esta esencia no se aprecia el aprendizaje del uso, de los matices del lenguaje. La crítica de Wittgenstein empieza señalando que en tal concepción no hay una diferencia de palabras, no hay una diferencia del uso, cuando, de hecho, no todas las palabras nombran objetos del mundo.

Por más que Wittgenstein no comparte esta concepción total del lenguaje ni del aprendizaje, no niega que una parte del lenguaje y del aprendizaje funcione así, viendo a otros y repitiendo lo que los otros hacen, pero eso no es todo. No podemos decir que se aprende solo cuando hay una repetición mecánica o de memoria de los derechos humanos o de la constitución. Entonces, ¿cuándo se podría decir que uno aprende ese contenido o cualquier otro contenido?

Tal vez no es qué se aprende sino cómo usar aquello que se puede aprender. Sin embargo, si se da el cambio sin mayor reparo se podría convertir en una educación utilitaria donde sólo se enseña lo que se cree que puede ser útil, pragmático. Además del hecho de que eso va cambiando de época en época, tal concepción implicaría que aquello que no es comúnmente valorado sería alejado de las aulas e intereses. Tal vez, si tuviera que describir una imagen del aprendizaje actual sería esa división: lo útil  y lo inútil, división social que cala en el individuo que termina buscando la utilidad ante todo. Pero, ¿cómo saber qué puede sernos útil? Esa se vuelve la pregunta que encabeza la resistencia.

Aprender, enseñar, útil, inútil se vuelven conceptos que se emplean para delimitar y ordenar las prioridades, jerarquizar qué requiere más horas de enseñanza. Pero que sirvan de vallas no significa que sean incruzables. Una de las grandes contribuciones de Wittgenstein a la filosofía es la incorporación de su noción de juegos de lenguaje: “al todo formado por el lenguaje y las acciones con las que está entretejido” (§8). La manera cómo hablamos de educación y de qué hablamos es un gran juego de lenguaje, en ella se ven nuestras reglas, metas y acciones.

Pero jugar no es una repetición mecánica: cuando jugamos podemos darnos cuenta de quienes no están pudiendo hacerlo (los niños y niñas son muy sensibles a eso). Jugar es algo más que tal vez sea difícil describir en palabras, incluso describir qué es un juego y qué no lo es difícil. Es un límite que puede ser saltado y todo lo que es juego puede pasar a no serlo y al revés. Un partido de básquetbol puede dejar de ser un juego si se siente que uno de los rivales no es competencia para el otro o si empiezan a golpearse o estar sentado contando autos puede volverse un juego si se empieza a intentar adivinar de qué color será el siguiente. Esas delimitaciones, esos cercos que ponemos alrededor de conceptos y acciones son sólo eso: cercos.

“Si yo rodeo un lugar mediante una valla, una línea o de alguna otra manera, puede que esto tenga el propósito de no dejar que alguien salga o entre; pero también puede que forme parte de un juego y que el límite tenga que ser saltado por los jugadores; o puede indicar dónde termina la propiedad de una persona y empieza la de otra; etcétera. Así, pues, si trazo un límite, con ello no se dice para qué lo trazo.” (Wittgenstein, §499)

Los límites, las vallas, no significan limitaciones al menos que se entiendan como el cese absoluto del movimiento. Quedarnos sólo en lo útil, inútil, en lo que se aprende o enseña es limitar nuestro movimiento individual y, a la vez, limita lo que, como maestros, podemos ofrecerles a nuestros alumnos y alumnas. La soltura del movimiento, nuestra relación con los cercos, con el conocimiento, es algo que también se pone en juego. Tal vez lo que nos corresponde es enseñarles a saltar, ver las vallas y los cercos como posibilidad de salto y no como zonas prohibidas. ¿Qué pasaría si todos y todas empezáramos a saltar? De aprender a enseñar, de útil a inútil: si en vez de preguntarnos qué vamos a enseñarles a los niños y niñas nos preguntamos ¿a dónde podemos saltar?

Referencias

Wittgenstein, Ludwig. 2010. Investigaciones filosóficas. Barcelona: Editorial Crítica.